Un hombre de Dios al servicio de los hombres

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"Padre Pio Apòstol de la Misericordia" por Fr Carlos M. Laborde


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“El Padre Pío, Apóstol de la Misericordia”
Congreso Nacional de los Grupos de Oración
San Giovanni Rotondo, 23 de junio de 2016
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Queridos hermanos y hermanas , en el corazón de este Año Jubilar Extraordinario de la Misericordia, que toda la Iglesia está celebrando con gran júbilo y fecundidad espiritual, tenemos la alegría de reencontrarnos para vivir nuestra cita anual del Convenio Nacional de los Grupos de Oración de Padre Pío, aquí, en la Casa Alivio del Sufrimiento, “Obra corporal de misericordia”, como la definió el Papa Francisco. Es nuestra casa, donde cada grupo y cada miembro de los grupos deben sentirse a su gusto, como en su casa. Es el Padre Pío quien nos reúne como “ la gallina que cobija sus pollitos bajo las alas” (Lc. 13, 31-35), para que experimentemos un tiempo de gracia particular, para que podamos meditar, reflexionar, intercambiar ideas, vivir una experiencia de fraternidad que nos haga sentir miembros de una gran familia presente no sòlo en todas la regiones de Italia, sino también en muchos países del mundo. El tema sobre el cual vamos hoy a reflexionar, es, obviamente, y no podía ser de otra manera: “El Padre Pío, apóstol de la Misericordia”. Su total dedicación al ministerio de la reconciliación, con una fidelidad y una entrega que podríamos definir heroicas, nos interpela sobre la importancia de este sacramento,  la prioridad de la conversión, la necesidad que tenemos de la misericordia de Dios. El Padre Pío, atado a un confesionario durante 52 años en San Giovanni Rotondo, sin permitirse una pausa, un día de descanso o de ocio, nos dice sobre todo que el pecado es una cosa seria, que el perdón de Dios es vital, que sin la misericordia de Dios el hombre no puede sobrevivir, que el sacramento de la penitencia o reconciliación es un don de la bondad y de la benevolencia de Dios. En un tiempo como el nuestro, caracterizado por la pérdida de la fe, el relativismo moral, el individualismo exasperado, la superficialidad y conflictualidad que contradistinguen las relaciones interpersonales, el testimonio de santidad del Padre Pío de Pietrelcina ministro de la reconciliaciòn es extraordinariamente actual y elocuente.
El ministerio sacerdotal del Padre Pío, para emplear una feliz expresión de San Juan Pablo II, se divide entre “el altar y el confesionario”, sin olvidar obviamente la dirección espiritual. El ministerio de la reconciliación ocupaba gran parte de sus jornadas. Un tiempo en el cual el humilde fraile estaba en contacto directo con la gente, cargándose los sufrimientos e inquietudes de cuantos se acercaban a su confesionario buscando el perdón de Dios, implorando el amor divino. En este sentido, el Papa Francisco, en la audiencia privada concedida a los Grupos de Oración en la Plaza de San Pedro el 6 de febrero de 2016 afirmò: “El Padre Pío ha sido un servidor de la misericordia. Lo fue a tiempo ilimitado, practicando, muchas veces hasta el agotamiento, el apostolado de la escucha”. Seguidamente afirmó: “Se ha transformado a través del ministerio de la Confesión, en una caricia viviente del Padre, que cura las heridas del pecado y renueva el corazón con la paz”. San Pío no se cansó nunca de acoger a las personas y de escucharlas, de gastar tiempo y energìas para difundir el perfume del perdón del Señor”.
Para comprender mejor còmo el Padre Pío vivía su ministerio eclesial, podemos citar un fragmento de una de sus cartas escrita al Padre Agostino de San Marco in Lamis, en julio de 1918 (antes de la estigmatización acaecida el 20 de septiembre del mismo año), en la cual describe como su tiempo está dedicado a la cura de las almas: “Las horas de la mañana están ocupadas casi exclusivamente en la escucha de las confesiones. Pero ¡viva Dios que me asiste con su Gracia! (Ep. I, 1055).
Escribiendo màs tarde al  Padre Benedetto de San Marco in Lamis, el 3 de junio de 1919, nos muestra que el sacramento de la reconciliación es como un puerto seguro, un lugar en el cual se convierte el mal en bien: “No tengo un minuto libre: todo el tiempo está dedicado a desatar a los hermanos de las ataduras de satanás. Bendito sea Dios [...] la mayor caridad es la de arrancar almas conquistadas por satanás y ganarlas para Cristo. A esto apunto continuamente, día y noche […] . Aquí vienen numerosas personas de cualquier clase y de ambos sexos con el ùnico objetivo de confesarse y por este motivo soy requerido. Hay espléndidas conversiones”. (Ep. I, 1145). Un testimonio por demàs significativo que nos hace pensar en el pasaje de la primera multiplicación de los panes en el cual Jesús dice a sus discípulos: “Dadles vosotros mismos de comer” (Lc. 9, 13). El servicio del P. Pío es, por lo tanto, cifra y medida de cuanto sucede en la Eucaristía. En esta última, de hecho, se conmemora la muerte de Jesús, su sacrificio, por eso, es llamado el modelo de todo servicio cristiano. Así también en el ministerio sacerdotal existe un morir a sí mismo, una aniquilación, así como ha hecho Jesús. Entendemos porqué el Padre Pío pudo afirmar fehacientemente que no tenìa tiempo libre. Asì testimonia de la numerosa afluencia de fieles, la voluntad de la gente por confesarse. Está claro que la gente buscaba a Dios y todavía hoy en el sacramento de la reconciliación busca su amor y su perdón. De hecho hay un primado de Dios y un ser instrumento del Siervo:  lo vemos cuando el Padre Pío hace referencia a las “espléndidas conversiones”.
Podemos decir, de hecho, que la gente que recurría al confesionario, al “trono de la Gracia Divina”, no buscaba otra cosa que hacer experiencia del amor y del perdón divino. La gente buscaba y busca todavía a Dios. El Padre Pío ofrecía a todos aquellos que se le presentaban un itinerario de seguimiento de Cristo. Muchos acogían la invitación a la conversión. Encontrando en el confesionario la misericordia de Dios, reencontraban así la verdad sobre sí mismos y sobre su propia existencia, el sentido de la vida, frecuentemente perdido u ofuscado por la “dictadura del pecado”.
Podrìamos preguntarnos cómo el Padre Pío, agobiado por tantos sufrimientos físicos y morales, tuviese la capacidad de inmolarse tan generosa y  fielmente por los fieles que recurrían a él. La respuesta nos la da una vez más el Papa Francisco en el ya citado discurso: “Podía hacerlo porque estaba siempre sujeto a la fuente: se saciaba continuamente de Jesús Crucificado, y de esta forma se transformaba en un canal de misericordia. Llevó en el corazón a numerosas personas y muchos sufrimientos, uniendo todo al amor de Cristo que se ha dado “sin medida” (Jn. 13,1). Ha vivido el gran misterio del dolor ofrecido por amor. De este modo, su pequeña gota se trasformó en un gran manantial de misericordia, que irrigó numerosos corazones desiertos y creó un oasis de vida en muchas partes del mundo”.
El Padre Pío, confesor severo, “rudo sòlo en apariencia”
La aparente dureza que a menudo el Padre Pío de Pietrelcina empleaba con los penitentes era en vista de su conversiòn. Muchos que recurrían a él, aún siendo motivados, aún sintiéndose deseosos de confesarse,- porque la gracia divina opera constantemente en el corazón de los fieles- podían tener necesidad de una ulterior purificación, frecuentemente puesta de manifiesto justamente por aquel comportamiento aparentemente rudo del santo confesor que les invitaba a abandonar el confesionario. Sin embargo, vuelven a la mente las palabras de la Escritura: “Como es verdad que yo vivo –oráculo del Señor Dios- no gozo de la muerte del impío, sino que el impío desista de su conducta y viva” (Ez. 33,11). Así que todos aquellos que habían sido alejados del confesionario regresaban con un “corazón contrito y humillado” (Salmo 50), sobretodo, habiendo recibido la gracia de una real inteligencia del propio pecado. Lo que, por ejemplo, le había faltado inicialmente a David, cuando no comprendió que la profecía de Natán se referìa a él. El rey salmista testimoniará en aquel admirable Salmo 50 haber recibido después el don y  la capacidad de ver claro el propio pecado: “Lávame de todas mis culpas, purifícame de mi pecado. Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti sòlo he pecado, lo que es malo a tus ojos, yo lo he hecho”. Subrayar este aspecto, adquirir esta consciencia, es un don que proviene de Dios. Aquél pecado reconocido y percibido en su gravedad, es acogido por Dios. El Padre Pío frecuentemente “se limitaba” a ratificar lo que por gracia divina “veía” ya realizado en el corazón de Dios y en el corazón del penitente que se encontraba ante él. La Escritura afirma pues, que Dios se olvida de nuestros pecados: “Entonces mi amargura se trocarà en bienestar, pues tù preservaste mi alma de la fosa de la nada, porque te echaste a la espalda todos mis pecados” (Is. 38,17). El mismo Papa Francisco dijo, bromeando, en el curso de una catequésis, que Dios tiene un solo defecto: ¡Se olvida de todos nuestros pecados!
Su severidad pues estaba al servicio de la pedagogía divina que tiene un proyecto para cada uno de nosotros y apunta a nuestra adhesión a la obra de salvación.
Un estilo que en ciertos aspectos recuerda el modo de actuar del mismo Dios, cuando en distintos fragmentos proféticos del AT parece casi “entrar en causa”, “en litigio” con su pueblo. De hecho, Dios inicialmente rehùsa de perdonar el pecado de su pueblo, y sòlo después de un tiempo establecido deja entrever la riqueza de su perdón. Esta experiencia, narrada por los profetas, tal vez pueda explicar por qué el Padre Pío acogía y a veces rechazaba al pecador. Sintiéndose  rechazado y alejado, el penitente podía reflexionar sobre su propio pecado y el estado de miseria en que éste lo habìa sumido y por tanto retornar verdaderamente convertido al confesionario. Todo es obra de la gracia divina que trabaja en el corazón del hombre.
Mientras tanto, el Padre Pío continuaba rezando y sufriendo por aquel pecador alejado e invitado a volver después de un cierto tiempo; a sus sufrimientos físicos y morales, solía anadir otras formas de penitencia y de mortificación corporal,  como la privación de la comida o del  sueño. Todo para la conversión de aquel pecador que después fatalmente volvería arrepentido sellando el perdón de Dios con “un abrazo pacificante”.
En la narración de los Evangelios, también Jesús acoge a los pecadores, pero los pone ante la verdad sobre sí mismos, les invita a releer su propia existencia con los ojos de una renovada fe en El, la única capaz de hacer brotar la novedad de vida: “Ni yo te he condenado, vete y de ahora en adelante no peques más” (Jn. 8,11).
Hay que anadir también que con frecuencia, existía una actitud superficial por parte de algunos por decir asì “penitentes” que se acercaban al confesionario por muchos otros motivos, no necesariamente para confesarse y retomar un verdadero camino de conversión, que provocaba las reacciones airadas del Padre. A este propósito se refiere el Padre Eusebio Notte de Castelpetroso: “El confesionario era el único medio para acercarse al Padre Pío y pedirle algún consejo, por eso todos querían ir a confesarse. Una enorme multitud, con una conducta poco educada… hecha de peleas, rinas, palabrotas… con tal de alcanzar el objetivo. A la confesión de los pecados y al arrepentimiento de las culpas nadie pensaba. Esto era uno de los motivos principales por el cual el Padre los echaba sin la absolución. No quería que el sacramento de la confesión fuese profanado con su complicidad. Fue entonces cuando el superior tuvo la idea de implementar un sistema de reservaciones, algo realmente extraño, pero que en cierto modo resolvió el problema.
“Cincuenta o sesenta mujeres, que presumiblemente el Padre habrìa confesado cada mañana, eran preparadas acerca de cómo debían confesarse”.
“No empezar con los pedidos o preguntas de cosas materiales: estas estaban reservadas para el final de la confesión. La precedencia correspondìa a los pecados mortales, al número, a la especie, y después a los pecados veniales”.
“Estos pecados, para obtener la absolución del Padre Pío y el perdón de Dios, suponían algo importante: reconocer de haberse equivocado, trasgrediendo los mandamientos del Señor y arrepentirse (…). Entonces la absolución estaba garantizada y se encontraba, no un Padre Pío juez, sino un padre con una dulzura infinita, que te invitaba a la conversión y al arrepentimiento.
“Una confesión hecha de este modo, te autorizaba a pedirle al Padre todo lo que querías.
“Si no se respetaban estas normas, o peor aún, si no había un cierto arrepentimiento, el Padre lo provocaba cerrándoles la ventanilla en la cara sin demasiada gracia (…). Pero sin embargo, es de notar que no te mandaba al infierno, sino que agregaba siempre: “Vete, vuelve dentro de un mes, dos meses”, etc. El regreso y la conversión estaban casi asegurados. Sellados por “una confesión dulcísima e inolvidable” (E. Notte, Padre Eusebio e Padre Pio. Briciole di storia. Grafiche Grilli, Foggia, 2007, pp. 155).
Hay otro aspecto no menos considerable en la pedagogía del Padre Pío confesor, su celo por la gloria y los derechos de Dios asì como también por la salvación de las almas. El mismo ha escrito al Padre Benedetto de San Marco in Lamis el 20 de septiembre de 1921: “Todo se compendia en esto: estoy devorado por el amor de Dios y por el amor al prójimo. Dios está siempre para mi fijo en la mente y estampado en el corazón. Nunca lo pierdo de vista: me conmueve admirar su belleza, su sonrisa, sus turbaciones, su misericordia, su venganza o mejor dicho el rigor de su justicia (…) Créame, padre, que los enojos que a veces me sobrecogen son causados por esta dura prisión (…) ¿Cómo es posible ver a Dios que se aflige y no afligirse? Ver a Dios al límite de arrojar su zaeta, y buscando otra solución no encontrar más que alzar la mano y detener su brazo, y la otra dirigirla temblorosa al hermano, con un doble fin: que arroje lejos de si el mal y que se aparte, y rápidamente, de ese lugar donde se encuentra, porque la mano del juez está por descargarse sobre él? Créame, que en ese instante, mi interior no queda conmovido y mucho menos alterado. No siento otra cosa que no sea querer lo que Dios quiere. Y en El me siento siempre reposado, al menos en mi interior, exteriormente sin embargo a veces un poco incómodo” (Epístola I, p. 1247).
El Padre Carmelo de Sessano testimonia: “Después de una riña bastaba que volviera la cabeza hacia él para verlo de nuevo sonreír, como si nada hubiera ocurrido. Me sucedió una vez al observarlo, que quedé sorprendido, tanto que le dije: <Pero, Padre, hace un instante parecía el fin del mundo, ¡en cambio ahora todo es cielo!> Y él a mi: <Hijo mío, me turbo sòlo en la superficie, pero dentro, en el corazón, hay siempre sobrada calma y serenidad>. (Carmelo de Sessano, Testimonianza su Padre Pio, P. Pio da Pietrelcina, San Giovanni Rotondo, 2000, p.10).
Es además interesante notar como el Padre Pío exhortaba a sus hermanos sacerdotes a no imitarlo. A un confesor que echó a un penitente que, obviamente, no volvió más, le dijo: “Es un lujo que tù no te puedes permitir”
En otra circunstancia, cuando algunos hermanos sacerdotes le preguntaron: “Cuando usted no absuelve, esas almas recurren a nosotros. ¿Qué debemos hacer: absolver o no?, el Padre Pío respondió: “Vosotros debéis absolver, el Padre Pío es uno solo”.
Como afirma Stefano Campanella, en su reciente obra “La Misericordia in Padre Pio”: “El contacto directo con el Señor consentía, de hecho, a aquel fraile no sòlo de escrutar el corazón, sino también de conocer el itinerario de purificación más eficaz para obtener de los pecadores un arrepentimiento más profundo, una verdadero resurrecciòn”.
Interesante aún en este aspecto es el testimonio del Padre Peregrino Funicelli de San Elia a Pianisi,  quien le preguntò al Padre Pìo:“Las personas dejadas por él sin absolución, en caso de muerte imprevista, ¿corren el riesgo de condenarse? El Padre Pío responde: “¿Quién te dijo que esas almas están en desgracia de Dios? Entonces el interlocutor objetó: “Y si no están en desgracia de Dios, ¿por qué no pueden acercarse a la Eucarestía? Y el Padre Pío le replicò: “Porque deben hacer una penitencia particular”.
En algunos casos, inclusive era él mismo el que aconsejaba al penitente despedido sin absolución sacramental: “Ahora vete a confesarte con otro”.
En el humilde confesionario de la antigua iglesia de Santa María de las Gracias de la aldea gargánica de San Giovanni Rotondo, podemos afirmar que el Padre Pío, hacìa suyo el grito del hombre de su siglo, marcado por los horrores de la guerra,  la duda del aparente eclipse de Dios, del mal moral que iba ganando la sociedad, consciente de ser sòlo un pobre instrumento de la misericordia de Cristo al servicio de los “hermanos en exilio”.

 El Padre Pio confesor “iluminado”
Este último fue un tema profundizado particularmente por el Papa Juan Pablo II. El santo Pontífice escribe sobre el argumento: “El Padre Pío de Pietrelcina… ha ayudado a muchos a encontrar el camino maestro de la Verdad y del Amor. Pero ¿Dónde se nutría él de aquella luz que lograba irradiar a cuantos lo encontraban? Ciertamente en la oración, en la escucha de Dios, en las largas penitencias y, sobretodo en la celebración de la Santa Misa, que constituía el corazón de toda su existencia” (discurso a los grupos de oración al cumplirse 40 años de su fundación en 1990). La respuesta se encuentra ciertamente en la intimidad con el Señor, en el camino de una auténtica conversión y en la presencia silenciosa y eficaz de la divina Providencia.
 El día sucesivo a la beatificación, el Papa Juan Pablo II vuelve sobre los valores religiosos y sacerdotales vividos por nuestro Santo, confirmando todo lo que ya había declarado Paulo VI acerca del fraile capuchino: “… se ha dedicado enteramente a la oración y al ministerio de la reconciliación y de la dirección espiritual. Lo resaltó muy bien el Siervo de Dios, el Papa Paulo VI: “¡Mirad qué fama ha tenido el Padre Pìo! Qué clientela mundial ha congregado a su alrededor ¿Y por qué? Tal vez porque era un filòsofo, porque era un sabio, porque contaba con medios a su disposiciòn? Porque decía la Misa humildemente, confesaba de la mañana a la noche y era- cosa difìcil de decir – representante visible  de los estigmas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento” (20 de febrero de 1971). Su vida misma, rica de combates espirituales vivida: …”con las armas de la oración, centrada en los sagrados gestos cotidianos de la Confesión y de la Misa… La Santa Misa era el corazón de cada una de sus jornadas, la preocupación casi espasmòdica de todas las horas, el momento de mayor comunión con Jesús, Sacerdote y Víctima. Se sentía llamado a participar en la agonía de Cristo, agonía que continúa hasta el fin del mundo” ( Papa Giovanni Paolo II, Homilia per la beatificazione di Padre Pio, 2 maggio 1999).
En la homilía de la canonización, encontramos uno de las últimas alusiones al corazón sacerdotal del Padre Pío, esta vez vinculada con la misericordia divina de la que ha sido fiel dispensador, administrada como ejercicio de la pedagogía divina que busca y educa al pecador y a la verdad sobre sí mismo y su Dios: “El Padre Pío ha sido generoso dispensador de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos a través la recepción, la dirección espiritual y especialmente la administración del sacramento de la Penitencia. El ministerio del confesionario, que constituye una de las caracterìsticas màs salientes de su apostolado, atraía multitudes innumerables de fieles al Convento de San Giovanni Rotondo. Incluso cuando el singular confesor trataba a los penitentes con aparente dureza, éstos, tomando conciencia de la gravedad del pecado y sinceramente arrepentidos, casi siempre retornaban para el abrazo pacificante del perdón sacramental. Pueda su ejemplo animar a los sacerdotes a cumplir con alegría y asiduidad este ministerio, tan importante hoy también… (Homilía por la canonización de Padre Pío de Juan Pablo II en 2002).
“En el ministerio de la confesión, el  Padre Pío perseguìa exclusivamente la salvación de las almas” (P. Carmelo de Sessano). Afirmaba nuestro Arzobispo Mons. Michele Castoro: “Concebía su obra de confesor como una ayuda para hacer renacer a  las personas, y transformarlas en nuevas criaturas. Es en el confesionario que se ha revelado un auténtico educador, según el significado etimológico de este término, que se refiere a la capacidad de hacer surgir en una persona su verdadera identidad, más allá de todo obstáculo y de todo límite. Y su dureza era manifestación, por parte suya, de su consciencia de cuàn delicada fuera esa tarea”. (Mons. Castoro, Homilía para la fiesta de San Pío,  23 de septiembre de 2011).
De hecho, solìa amonestar a sus hermanos sacerdotes: “Nosotros, los sacerdotes, administramos la sangre de Cristo. Cuidado de no arrojarla con facilidad y ligereza”.
Y a un hermano que buscó abogar en favor de un penitente despedido sin absolución, el Padre Pío le respondió: “¿Tampoco tú no me comprendes? ¡Si supieras cómo sufro al tener que negarle la absolución!... Entiende que es mejor ser reprochado por un hombre en esta tierra que por Dios en la otra vida”.
Una religiosa testimonia: “Era un juez severo cuando el caso lo requerìa (yo he hice frecuentemente esa experiencia personal), pero luego, el alma advertía rápidamente al padre tierno, que llegaba a derramar lágrimas de compasión y de amor por ella”. (Testimonio de Sor María Francisca Consolata).
Stefano Campanella, en la obra anteriormente citada, refiere a este respecto un testimonio aún más elocuente, del profesor Francesco Lotti, jefe del departamento de pediatría de la Casa Alivio del Sufrimiento, estrecho colaborador y médico personal del Padre Pío. Se refiere a un colega suyo que se involucrò en una situación lamentable. De hecho, él había mantenido una relación extra-conyugal y su amante (una enfermera) había quedado embarazada. Siendo él un personaje muy notorio en la ciudad de San Giovanni Rotondo y entre los colaboradores muy estrechos del santo, se alejó del Padre por miedo de recibir un áspero reproche por parte de su habitual confesor delante de la gente que se apinaba en la pequeña iglesia conventual. Por eso, recurriò a un hermano religioso del Padre Pío exhortándole a abogar en su favor ante el Padre, invitándolo a ser clemente con él y a no echarlo con rudeza delante de todos. El hermano se prestó a la mediaciòn y le contó al Padre Pío lo acaecido y la situación desagradable en la que se encontraba el desafortunado médico. El religioso comenta: “El Padre Pío me miró y me dijo: Pero, ¿Tú te has escandalizado?  Y yo:  Y bueno, un poquito sí: “Por la persona… frecuenta el convento desde hace muchos años, está siempre cerca suyo, un poco me he escandalizado”. Y el Padre Pío le replicò: <Mira, si el Señor sacara por un solo instante su mano de mi cabeza y de la tuya, ambos harìamos cosas peores. Dile que venga aquí y no lo trataré mal delante de todos>. Y así fue, naturalmente”.

El Padre Pío, no sòlo confesor, sino también “victima por los pecadores”

Un aspecto que tal vez deberìa ser màs profundizado en el ministerio de la reconciliación del Padre Pìo, es el de “la víctima ofrecida en sacrificio” que él hace de sí mismo en reparación y expiación de los pecados de los hombres. Un ofrecimiento  que interpretamos a la luz de su particular conformación a Cristo. Parecería que no fuera suficiente el servicio de cada día cumplido con fidelidad y total entrega: él quiere comprometerse aùn más y sinte que debería ofrecerse víctima, en uniòn con el sacrificio de Jesucristo, unica vìctima agradable al Padre para la salvaciòn de los hombres. Una sensibilidad que encontramos en el Concilio Vaticano II donde se afirma que los presbíteros actúan en nombre de Cristo. Este ofrecimiento alcanza su vértice en la celebración de la Eucaristía. El Papa Juan Pablo II comenta: “¿Y quién no recuerda el fervor con el que el Padre Pío revivía en la Santa Misa la Pasión de Cristo? Por esto la estima que tenía de la Misa – por él definida “un misterio tremendo” – como momento decisivo de la salvación y la santificación del hombre mediante la participación en los sufrimientos mismos del Crucificado. “ En la Misa –  solìa decir –  està todo el Calvario”. La Misa fue para él  “fuente y vértice”,  perno y  centro de toda su vida y de toda su obra”.

Conclusión

Queridos hermanos y hermanas, conscientes de que nuestro deber es orientar a los hermanos hacia Cristo, estamos llamados sobre todo a cultivar una relación vital con El; se necesita en suma, estar llenos del Espíritu Santo para asì ser capaces de discernir los dones de Dios y de testimoniarlos con fidelidad y coherencia.
Lo sabemos muy bien: la vida espiritual y pastoral de nosotros, los sacerdotes, depende, por su calidad y fervor, de nuestra estrecha uniòn a la fuente de la gracia que es el Corazón de Cristo.
El Padre Pío, apóstol incansable del confesionario, interceda por todos los presbíteros llamados a ejercitar el ministerio, a fin de que en este mundo atormentado, marcado por la violencia y el odio, el relativismo moral y la pérdida de los valores, podamos ser testimonios fehacientes de la misericordia de Dios. Que también hoy, en le Iglesia, “maestra de humanidad y de misericordia”, los sacerdotes puedan transformarse como ha sido el Padre Pío, en “una caricia viviente del Padre, que cura las heridas del pecado y renueva el corazón con la paz” (Papa Francisco).
A modo de conclusión, relato aquì un episodio que tal vez, muchos habrán ya escuchado, pero que en cierto modo, resume todo lo que hemos tratado de decir con respecto al Padre Pío “ministro y apóstol de la misericordia”. Es Mons. Pierino Galeone quien nos ofrece este testimonio: “Se refiere a un abogado boloñés, ex 33 de la masonería (el grado más elevado en la jerarquía masónica), obstinadamente anticlerical, teniendo a sus espaldas un pasado cargado de pecados y de errores. Todo inició con la enfermedad de su esposa: tumor sin esperanza. La muerte era cierta e inminente. El marido, angustiado, estaba en el hospital y la asistía. Pero un día ella, sollozando, le pide que vaya a San Giovanni Rotondo para implorarle al Padre Pío la gracia de un milagro. Había sentido hablar mucho de las innumerables gracias que él habìa propiciado. La señora sabía que el marido era masón y obstinadamente anticlerical, pero ésta era su última esperanza.
El abogado instintivamente tuvo una reacción irritada y sarcástica. Pero cuando la esposa, desesperada rompió en llanto, por compasión ante su penosa condición, decidió contentarla: “Bien, voy a ir” – le dijo - . “Y no porque crea, sino para “giocare un terno al lotto” (para jugar un nùmero de la loterìa)”. Parte pues de Boloña y llega en un día. Participa en la misa por la mañana, hace la larga fila de las confesiones y cuando llega su turno, quedándose de pie, sin arrodillarse, le susurra al Padre Pío que quería hablarle un minuto. “Joven, ¡no me haga perder el tiempo!, - le replicò - ¿qué ha venido a hacer Ud., a “giocare un terno al lotto”? Si quiere confesarse arrodíllese, si no, déjeme confesar a esta pobre gente que está esperando”.
El abogado se sintió impactado al escuchar repetir al dedillo por parte del Padre Pío, la misma frase que él le había dicho a la esposa dos días antes y también el tono del fraile no admitía réplica. Casi sin pensarlo, se arrodilló, pero no había pensado ni siquiera en sus pecados, no sabía qué decir. Por un instante se sintió como una página en blanco, enmudecido y con el recóndito temor que aquel confesor le repitiera la escena. Y así continúa: “En cambio, apenas me arrodillé, el Padre cambió la voz y la actitud: se volviò dulce y paternal. Es más, en forma de preguntas, me fue revelando paulatinamente cada pecado de mi vida pasada, ¡ y yo había cometido tantos! Yo escuchaba cabizbajo la pregunta, y siempre respondía “Sí”. Asorado y conmovido, me quedé todo el tiempo inmóvil. Finalmente el Padre Pío me pidió: ¿Tienes algún otro pecado que confesar? No, respondí, convencido de que habiéndome dicho todo él,  demostrando asì que conocìa  perfectamente mi vida, yo no tenía nada más que confesar. El Padre Pío, en ese instante, me reveló un episodio de mi vida pasada que solamente yo conocía. Fulminado por su escrutinio del corazón, rompì en llanto. Mientras con el rostro escondido entre las manos, sollozaba, inclinado ante el reclinatorio, el Padre dulcemente me apoyó el brazo sobre las espaldas y, acercándose aùn màs a mi oído, me susurró, sollozando: “Hijo mío, ¡me has costado gran parte de mi sangre!. Ante estas palabras sentí mi corazón como si se partiera en dos, como por una dulcìsima llama.
Lloraba, cabizbajo y , de a ratos, alzando el rostro empapado en lágrimas, le repetía: “Padre,¡ perdón, perdón, perdón!. El Padre que tenía ya el brazo sobre mis espaldas, se acercó aùn más y comenzó a llorar conmigo. Una dulcísima paz invadió mi espíritu. Por un momento sentí el absurdo dolor mudarse en un increíble gozo.
“Padre – le dije – ¡soy tuyo! ¡Haz de mí lo que quieras! Y él, enjugándose los ojos me susurró: “Dame una mano para ayudar a los demàs”. Después añadió: “Salúdame a tu mujer”. Volví a casa y mi esposa estaba curada”.


Fray Carlos María Laborde capuchino
Secretario General de los Grupos de Oración de Padre Pio