Un hombre de Dios al servicio de los hombres

Un hombre de Dios al servicio de los hombres

Cleonice Morcaldi


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MIS RECUERDOS DEL PADRE PÍO

 Cleonice Morcaldi fue la predilecta entre to­das las hijas espirituales del Padre Pío y la que gozó por más tiempo del beneficio de su direc­ción. Nacida en San Giovanni Rotondo el 22 de febrero de 1904, era muy joven cuando fue presentada al Padre Pío, quien la acogió inmediata­mente con ternura. En el año 1925, cuando ya era maestra de escuela, fue aceptada como hija espiritual del Padre, con quien permaneció en constante y estrecha relación hasta 1968, año de la muerte del Padre. Vivió santamente, consagrada al Señor, realizando lo mejor que pudo las ense­ñanzas recibidas. Murió el 23 de febrero de 1987.

Cleonice tuvo la feliz inspiración de anotar, día tras día, lo que su Padre espiritual le enseña­ba, aconsejaba o respondía, hasta el punto de poder utilizar posteriormente estos apuntes para escritos más extensos, como "Testimonianze su Pa­dre Pio" y "Diario". De estos escritos, a partir del presente número de la revista, y, con la promesa de continuar en números sucesivos, publicaremos algunas páginas. Esperamos que esta iniciativa sea agradable y, sobre todo, útil para nuestros lectores.


1  Encuentro con el Padre Pío, orientación espiritual

A decir verdad, y lo confieso delante de Dios, me siento incapaz de hablar de las virtudes de esta gran alma sacerdotal, aparecida en nuestros días.

Era humilde y sencilla, pero me parecía que era verdaderamente grande y extraordinaria por la íntima unión con Dios, que aparecía en todas sus acciones y, especial­mente, en la santa misa, en la cual ‑ yo creo ‑ se realizaba su transformación en Jesús crucificado. Repito que yo no sabría ni podría hablar por separado de sus virtudes, puesto que cada una contenía las demás. Estaban tan entrelazadas entra sí, en todas las mani­festaciones de su vida, que formaban una suave armonía espiritual: una continua emanación del buen olor de Cristo, con el que atraía a todos, buenos y malos, creyentes e incrédulos, protestantes y masones.

Este buen olor de Cristo era percibido por las almas incluso desde lejos y de un modo sensible. Lo llamaban "el perfume del Padre". Yo no quería creer en este fenóme­no, pero lo sentí durante más de diez minu­tos en Foggia, durante el examen de Estado, el año 1922. Para salir de dudas le pregunté a él qué significaba su perfume. Con toda sencillez dijo: - "Mi presencia". En efecto, yo me había encomendado mucho a sus ora­ciones antes de partir y me había dicho: - "Vete tranquila, los profesores deberán hacer sus cuentas conmigo y con Dios". Lo que quedó confirmado por el óptimo resultado de mis exámenes. Comencé entonces a conocer su unión con Dios y su intercesión ante Él; comencé a admirar también su bondad pa­terna y a demostrarle mi gratitud y mi reconocimiento.

Obtenido el diploma, durante tres años estuve enseñando en Monte Sant’Angelo. ¡Muy a pesar mío me alejé del Padre! Antes de partir me dio la bendición, diciéndome: - “Ánimo, estaré siempre junto a ti, pero no lo digas a nadie; visita la gruta del Arcángel, ante Jesús Sacramentado me encontrarás".

Cada día, al salir de la escuela, yo iba a la santa gruta y me quedaba por un largo tiempo junto al tabernáculo, aún con el estómago vacío. Yo sentía tan fuerte y suave el espíritu de Jesús, unido al del Padre, que para mi corazón era un sacrificio enorme salir de la mística gruta. Por experiencia personal (perfume), creí que el espíritu del Padre estaba siempre con el divino prisionero, en el tabernáculo. Por ello, muchos años después, cuando fui a España, me dijo: - "Vete, vete, que para mí no hay distancias".

Tenía razón un alma de Dios cuando exclamaba: - “Jesús forma con el Padre Pío una unidad indivisible, por lo que no encontraremos jamás a Jesús sin el Padre Pío, ni al Padre Pío sin Jesús".

Tres años después pasé a enseñar en las escuelas de mi pueblo, San Giovanni Roton­do. Cosa rara y verdaderamente ex­traña.... ¡no me confesaba con el Padre! Me confesaba con un sacerdote anciano que, si bien era docto y piadoso, sofocaba y cargaba de peso mi conciencia. ¡La confesión me resul­taba una verdadera cruz! Sólo después de haber escuchado el discurso de un padre franciscano sobre la vida y virtudes del Padre Pío, decidí confesarme siempre con el Pa­dre. Fue la Virgen de las Gracias la que me hizo este reproche: - "¿Los forasteros hacen largos viajes para confesarse con el Padre ¿y tú que estás cerca...?".

Por su parte, el Pa­dre, en la primera confesión, que fue la más larga, me dijo: - “¡Por fin te has decidi­do! Si supie­ras lo que he esperado y sufrido para arrancarte del mundo y darte para siempre a Je­sús!". Sor­prendida y emocionada, le dije que me sen­tía feliz de haberlo elegido como guía espiritual de mi vida. Él me respondió: - "No tú, sino yo te he elegido entre tantas otras. El Señor me confió tu alma el día de mi primera Misa. Te he rege­nerado para el Señor con dolor y con lágrimas de amor. Esfuérzate para corresponder a una predilección tan grande". A esta inesperada re­velación, mi ánimo, lleno de conmoción y re­conocimiento, agradeció al Señor por tanta bondad para con una miserable creatura suya.

Pedí al Padre que me aceptara como hija espiritual y me respondió: - "Ya lo eres, pór­tate bien, no me hagas desaparecer". Oh, ¡qué gozo en el espíritu respirar esta nueva atmósfera pura y balsámica!

Eran breves las confesiones del Padre, pero iluminaban y alimentaban el alma, que poco a poco penetraba en el conocimiento y en el amor de Dios.

Después de la muerte de mis padres, en 1932, me trasladé cerca del convento donde vivían muchas hijas espirituales y lo hice para poder seguir la Misa que celebraba el Padre.

Yo esperaba con ansia que llegase el día de la confesión. Al deseo de un renacimien­to espiritual se añadía una cierta repugnan­cia a hablar de mis miserias pasadas y de las cosas que me susurraba el maligno para alejarme de mi nuevo guía. Pero el sabio Maestro me salió al paso diciéndome: - "Yo conozco tu alma como tú conoces tu rostro ante el espe­jo y, antes de que tú ha­bles, ya sé todo lo que me quieres decir. Te ad­vierto ade­más que no me ocultes nunca lo que te dice el tentador. Él es como el ladrón: cuando se ve descu­bierto huye. Rechaza inmediatamente las tentaciones: son como las chispas que cuanto más tiempo están en nuestra mano más queman".

Era severo cuando yo ofendía a Dios con pecados contra la caridad. De la murmuración decía: -"Oh, ¡cómo castiga Dios este peca­do, que destruye la caridad fraterna!".

No toleraba las mentiras, ni siquiera las que no eran causa de daño alguno. Decía: - "Si no causan daño al prójimo, lo causan a nuestra alma. Dios es verdad". Para progre­sar en el camino de la perfección me acon­sejaba tres medios: el examen de la concien­cia por la noche; la buena lectura, especial­mente de la Sagrada Escritura; y la meditación sobre la vida y la pasión de Jesús por la mañana. Me sugirió que también por la tarde hiciera la meditación sobre el Crucifi­jo, para aprender a crucificar el amor pro­pio y la voluntad inclinada al mal.

Cuando le decía que yo no daba impor­tancia a la meditación y que la sustituía con la lectura, me decía: - "¡Mala señal!... Los santos lloraban cuando no podían meditar. Leer es comer, meditar es asimilar".

Cuando no tenía ganas de orar yo no oraba. Pero aprendí a orar, incluso sin ganas, cuando el Padre me dijo: - "Quien ora mucho, se salva; quien ora poco, está en pe­ligro; quien no ora, se condena. ¡Lo que cuen­ta y merece premio es la voluntad, no el sentimiento! Es mejor amar sin sentimien­to que saber que se es amado!... ".

- "Es difícil la perfección", le dije. - "No es difícil, di más bien que es dura para nuestra naturaleza caída!", me respondió.

Con frecuencia me recomendaba apuña­lar el propio yo, cada vez que se sublevara; darle una muerte lenta, pero continua.

De vez en cuando, recordando mi pasa­do y mi incapacidad espiritual, yo me desanimaba hasta el punto de llorar como una niña que no es capaz de estudiar. Con dul­zura y caridad paterna, el Padre me sumi­nistraba la fuerza y el gozo de continuar mi camino; me decía: - "Recuerda que Dios puede rechazar todo en nosotros; pero no puede rechazar, sin rechazarse a sí mismo, el deseo sincero de un alma que quiere amarlo. Des­pués de todo ¿por qué desanimarte por el recuerdo de tu pasado? El disgusto por nues­tras faltas, para que sea agradable a Dios, debe ser pacífico y resignado. Debemos recordar nuestras faltas, pero no más de lo necesario para mantenernos en la humildad ante el Señor. Nuestras miserias son el escaño de la divina Misericordia; nuestras impotencias, el escaño de la divina Omnipotencia. ¡Mira (y me mostró una bella imagen del Corazón de Jesús), Él es omnipotente, pero su omnipo­tencia es humilde sierva de su Amor! El Se­ñor es Bondad infinita y está contento cuan­do nos ha dado todo...".

Esta explicación confortó y consoló mi ánimo e infundió nueva fuerza a mi volun­tad. Di las gracias de todo corazón al Padre que, antes de darme la bendición, añadió: - “Estate tranquila, Jesús te ama. Si el pobre mundo pudiese ver la belleza del alma en gracia, todos los pecadores, todos los incré­dulos, se convertirían inmediatamente".

Un día, con las sonrisa en los labios, nos dijo: - "Os quiero llevar arriba pronto, pronto a fuerza de golpes".

¿Bromeaba? Sí, pero, bromeando, bro­meando, decía la verdad. Los golpes eran las pruebas espirituales que, de acuerdo con Je­sús, él nos daba. Eran pruebas de fuego. Pue­de hablar de ellas sólo quien las ha soportado. Recuerdo una que no olvidaré jamás.

A la aparente indiferencia del Padre, que me helaba el corazón y me hacía pensar en alguna ofensa hecha a Dios, se añadía una obstinada aridez en la oración, un grande tedio por la vida, una tristeza mortal y no faltaban horribles tentaciones del maligno. Cuando no podía soportarlo por más tiem­po, encontrando al Padre en el pasillo, le dije: - "Pero ¿por qué me ha abandonado en este infierno?", y me eché a llorar.

El Padre sonrió y, con dulzura, me dijo: - “¡Muy bien!, has pasado por el fuego sin quemarte, has saltado un fuego sin caer en él! No estás en el infierno. El sol resplandece en tu alma; tú no lo ves: no debes verlo; esto es lo mejor para ti. La agitación no te ha dejado gustar la dulzura de la cruz. No estás en el infierno. Las tinieblas que tu veías, eran las tinieblas que rodean al Eterno Sol, que estaba en tu alma. ¡Ánimo, después te será concedi­do ver la belleza de su Rostro, la dulzura de sus ojos, y la felicidad de estar junto a Él para siempre!". Pasé del infierno al paraíso.

Él nos guiaba con dulzura y firmeza. Nos decía: - "Os amo tanto como a mi alma; os amo como a hijitos míos carísimos; no obs­tante me veo obligado a imitar al cirujano que opera a su hijo. Antes de imponeros una prueba, ésta pasa a través de mi corazón. No soy yo quien os la impone, sino Aquel que está en mí y por encima de mí. Conformémo­nos siempre a los designios del Artífice divi­no, que son siempre designios de amor.

Muchos cuadernos serían necesarios para hablar de la doctrina con la cual el Padre dirigía las almas. A la doctrina añadía los ejemplos de todas las virtudes cristianas vividas en grado heroico. De todas ellas las primeras eran la humildad y la caridad para con Dios y para con los hermanos. ¡De su Amor a la cruz, sólo Jesús puede hablar!...

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