Un hombre de Dios al servicio de los hombres

Un hombre de Dios al servicio de los hombres

Carta a Giuseppina Morgera


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San Giovanni Rotondo, 2 de mayo de 1917

J.M.J.D.F.C.

Mi queridísima hija,

El dulcísimo Señor te alcance mi agradecimiento y mis votos, los que realizo continuamente ante Él, concediéndole a tu espíritu todas las gracias celestiales. 

 Por mi prolongado silencio, no puedo creer que mi buena hija me haya acusado de descuidado y de indiferente con ella, puesto que mi alma la ama como a sí misma y con afecto verdaderamente más que paternal.

Por una parte, no puedo describir cuánto me oprime el peso de mi difícil y penosa enfermedad, y por otra, el trabajo de director de este colegio. Pero, ¡Fiat voluntas Dei!

Por lo tanto, ora con fuerza por mí, te lo suplico; además tú debes continuar usando esta caridad por las leyes y vínculos de nuestra alianza, y para que yo la intercambie con la continua memoria que hago de ti todos los días a los pies del altar y en mis pobres y débiles oraciones. Bendito sea siempre el Celestial Padre. Suplico que Él esté siempre en tu corazón, en tu vida y en tu alma. 

Y ahora, ¿qué le diré yo esta hija mía tan querida? Vive completamente en nuestro Señor, y cree que la santa amistad que alimento por ti, está enteramente en Él. ¡Oh, qué felices seremos al anularnos a nosotros mismos para reencontrarnos totalmente en nuestro Señor!

Tú sabes bien, mi queridísima hija, que el remedio que ordeno con mucho gusto es la tranquilidad, y que prohíbo siempre la excesiva preocupación aun por las cosas santas. En el reposo corporal, a causa de nuestras enfermedades, pensemos en el reposo espiritual, que en nuestros débiles corazones tengamos la voluntad de Dios, en cualquier parte a donde ella nos lleve.

Vivamos, hija mía, como le es grato a Dios en este valle de miseria, con una total sumisión a su santísima voluntad. Obrando de esta manera, alcanzaremos, no ya esa perfección afectiva, consistente en que la voluntad se transforma en Dios con afecto suave de amor, puesto que esta no es posible para todos, sino que más bien, alcanzaremos seguramente la perfección que es posible para todos, quiero decir, esa perfección que consiste en la unión de uniformidad y similitud por la cual nada se haga por nuestra voluntad que se aparta de la voluntad de Dios.

Desgraciadamente, somos deudores a la divina bondad, que nos ha hecho desear con tanto ardor vivir y morir en su predilección. Sin duda, mi buena hija, lo ansiamos, estamos resueltos; esperamos y confiamos aún que este buen Salvador, que nos da la voluntad, nos dará también la gracia de seguirlo.

Escucha, hija mía, lo que pienso en este momento. Pienso en esos pajaritos pequeños, llamados cormoranes, que anidan sobre la playa del mar. Ellos lo construyen de forma redonda, tan comprimidos que el agua del mar no puede penetrarlos; por encima del nido hacen una abertura para poder recibir aire. Ahí ellos ponen a sus pequeños hijos para que, sorprendiéndolos el mar, puedan nadar con seguridad y flotar sobre las olas, sin ahogarse ni sumergirse; y el aire que se respira de aquella abertura, sirve de contrapeso y de balanza de forma tal que aquellos pequeños ovillos no se arruinen nunca.

Hija mía, tú habrás comprendido adónde quiero ir con este ejemplo. Deseo que nuestros corazones estén hechos así, bien comprimidos, bien cerrados de cada lado, para que si las agitaciones y las tempestades del mundo, del demonio y de la carne los sorprenden, que no sean penetrados; y que no haya otra abertura que aquella que apunta al cielo para aspirar y respirar a nuestro Dios. Y este nido, mi querida hija, ¿por qué estaría hecho sino por los polluelos de Aquel que lo ha hecho por el Amor de Dios, por los apegos divinos y celestiales? Pero mientras los cormoranes construyen sus nidos, y sus hijos son todavía muy tiernos para soportar las sacudidas de las olas, Dios los cuida y les tiene compasión, impidiendo que el mar los sumerja. ¡Oh Dios! Mi buena hija, por lo tanto, esta suprema bondad pondrá al seguro el nido de nuestros corazones por su santo amor, contra los asaltos del mundo y nos preservará de ser sumergidos. 

Cuánto me gustan esos pajarillos que están rodeados de agua y que no viven más que del aire; que se esconden sobre el mar y no ven más que el cielo. Ellos nadan como peces y cantan como pájaros; y lo que más me gusta es que el ancla está extendida por encima y no por debajo para fortalecerlas contra las olas.

Oh mi querida hermana, oh mi dilecta hija, el dulce Jesús quiera volvernos así, es decir, rodeados por el mundo y por la carne, haciéndonos vivir de espíritu; entre la vanidad de la tierra, hacernos vivir en el cielo, viviendo con los hombres, alabarlo con los Ángeles; y que el fundamento de nuestras esperanzas sea siempre el Paraíso.

Oh, hija mía, es necesario que mi corazón hubiese dictado este pensamiento sobre este papel, poniendo a los pies del Crucificado sus deseos a fin de que el santo amor de Dios sea enteramente nuestro principal amor. ¡Ay de mí, mi buena hija! ¿Cuándo seremos consumidos por entero por ese Amor? ¿Cuándo consumirá Él nuestras vidas para hacernos morir a nosotros mismos, para revivir en nuestro dulcísimo Esposo? A Él sea siempre amor, gloria y bendición.

Pongo fin a la presente reasegurándote en el Señor a vivir tranquila en lo que respecta a tu espíritu, a tu alma, a cualquier sacrificio que el Señor te requiera en prueba de tu fidelidad a Él.

Encomiéndame siempre a Jesús, especialmente en mi estado actual, puesto que voy atravesando un período de continuas y extraordinarias mortificaciones, que, unidas a las ordinarias, me hace insoportable todo. Estoy por ahogarme bajo el peso de las tribulaciones, estoy por caer aplastado bajo el peso de la cruz.

Adiós, mi querida hija, el santo amor de Dios viva y reine en nuestros corazones.

Tu afectísimo y devoto siervo,

Fray Pío Capuchino

Fuente: Dolcissimo Iddio

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