Un hombre de Dios al servicio de los hombres

Un hombre de Dios al servicio de los hombres

El Padre Pío de Pietrelcina, “fotocopia de Cristo” (6)


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Como Jesús, enviado al mundo por el amor de Dios.

Jesús, el Hijo unigénito de Dios, vino al mundo, enviado por el amor de Dios, para que el mundo se salve por él: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,16).
Esta buena noticia del Evangelio de San Juan la encontramos repetida en la Primera Carta de las que atribuimos al apóstol. «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de él… nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4, 9-10).
Fueron muchos los que descubrieron en Jesús el gran regalo del amor de Dios; no todos. Ante un mismo hecho obrado por Jesús: la curación de un endemoniado ciego y mudo, los más miopes fueron los fariseos: «Los fariseos dijeron: “Este expulsa los demonios con el poder de Belzebú, príncipe de los demonios”» (Mt 12, 24); los más avispados, la gente sencilla: «Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros” y “Dios ha visitado a su pueblo”» (Mt 12, 23).
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Del Padre Pío de Pietrelcina dijo el Papa Benedicto XV: «El Padre Pío es uno de esos hombres extraordinarios que el Señor envía de vez en cuando a la tierra para convertir a los hombres». Palabras, sin duda, proféticas, pues Benedicto XV murió en enero de 1921, cuando la acción salvadora de Dios por medio del Padre Pío estaba todavía en los inicios.
A su Hijo Unigénito Dios lo envió al mundo «cuando llegó la plenitud del tiempo» (Gál 4, 4). Al Padre Pío, nacido el 25 de mayo de 1887, lo envió en un siglo, el siglo XX, sacudido por profundos cambios ideológicos, sociales y religiosos, y convulsionado por la tragedia fratricida de dos guerras mundiales. Como consecuencia, un mundo muy necesitado de hombres de Dios, de intercesores ante el Señor, de víctimas por los pecados de los hombres, de ministros del perdón divino, de promotores de paz y de reconciliación, de sembradores de esperanza y de consuelo, de personas-brújula que señalen destinos dignos del hombre, de modelos de conducta…
También al Padre Pío, como a Jesús veinte siglos antes, muchos lo vieron como un hermoso regalo del amor de Dios a los hombres. Pienso que el primero en verse así fue el Padre Pío. Ante todo, porque era consciente de que el Señor le había confiado una “misión grandísima” en favor de los hombres, como manifiesta en una carta de noviembre de 1922. También, porque, como indica en ese mismo escrito, escuchaba «en su interior una voz que repetidamente me dice: santifícate y santifica». Y, sobre todo, porque éste es un contenido elemental de nuestra fe. ¿Qué creyente, mínimamente formado, ignora los dones que el Señor ofrece a los hombres por medio de los sacerdotes, sobre todo en los sacramentos, por ejemplo en la confesión? Y la realidad que vivía el Padre Pío era la que comunicó al padre Agustín el 29 de julio de 1918: «Me falta tiempo material. Las horas de la mañana las paso casi todas escuchando confesiones»; y, un año más tarde, el 14 de junio de 1919: «Vienen incontables personas de toda clase, de ambos sexos, con el solo objetivo de confesarse… Se dan espléndidas conversiones». Una realidad en continuo aumento hasta el día mismo de la muerte del Fraile capuchino. ¿Cómo no iba a ver ahí el Padre Pío el amor de Dios, que se derramaba con generosidad a través de su ministerio de confesor; él que escribió a Annita Rodote el 29 de enero de 1915: «Soy un instrumento en las divinas manos, que sólo consigue hacer algo útil si es manejado por el artífice divino. Dejado a mí mismo, no sé hacer otra cosa que pecados… y más pecados»?
Casi todos los llamados a testimoniar en el “Proceso de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios Pío de Pietrelcina” vieron al Padre Pío como un hombre de Dios al servicio de los hombres; por lo mismo, regalo al mundo del amor misericordioso de Dios. Por ejemplo, don Pierino Galeone que, al relatar su primer encuentro con el Padre Pío en el año 1947, cuando era joven seminarista, afirmó: «Apenas me encontré con el Padre, tuve la inmediata impresión de haber encontrado a Jesús vivo en un hombre, más que un santo». O fray Modestino Fucci, que lo describió como «Un hombre pobre pero rico de la gracia de Dios, despojado de todo, incluso de sí mismo, para enriquecer a los demás». El padre Agustín, director espiritual y confesor del Padre Pío durante muchos años, escribió en su “Diario”  el 22 de octubre de 1959: «Parece, mejor se puede afirmar, que el Padre Pío es un permanente milagro de la divina Providencia».
Y, como en el caso de Jesús, la preeminencia la tenemos que dar a las multitudes que, a diario, mucho más desde que se propagó la noticia de los estigmas del Crucificado en su cuerpo, acudían a San Giovanni Rotondo para ver al Padre Pío, para rezar con él, para escuchar sus mensajes, para participar en la misa celebrada por él, para confesarse con él, si resultaba posible, para… Ellos, hombres y mujeres, de todas las clases sociales y de los cinco continentes, con sencillez, sin palabras, proclaman, como los del Evangelio que he citado: «Dios ha visitado a su pueblo».
Y también aquí, como en el caso de Jesús, los miopes para descubrir en el Padre Pío un regalo del amor de Dios fueron “hombres de Iglesia”: cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos... Llegaron a decir que era un impostor que se autolesionaba para presentarse con las estigmas del Crucificado, que usaba perfumes y que hacía creer a la gente que eran “sobrenaturales”…
Lo triste es que todavía hoy, aunque sean casos aislados, hay obispos, sacerdotes y religiosos que se niegan a autorizar, allí donde les corresponde, todo lo que haga referencia al Padre Pío: una estatua del Santo, un Grupo de Oración del Padre Pío, un conferencia sobre su espiritualidad… Y lo hermoso es que aumenta en todo el mundo la devoción al que Juan Pablo II llamó “humilde y amado Pío”; devoción que no se orienta, como piensan algunos, a “la caza de milagros”, sino que impulsa a la renovación personal en el seguimiento de Cristo y a ser, en medio del mundo, como pedía el Santo, «levadura de Evangelio y faros de amor».
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Porque el Padre Pío, como Jesús, fue enviado al mundo por el amor de Dios; porque, como Jesús, fue y sigue siendo un hermoso regalo del amor divino a los hombres, puede ser llamado, con y como fray Modestino, “fotocopia de Cristo”.

Elías Cabodevilla Garde

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