Un hombre de Dios al servicio de los hombres

Un hombre de Dios al servicio de los hombres

El Padre Pío de Pietrelcina, “fotocopia de Cristo” (5)


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«Verdadero representante de los estigmas de nuestro Señor» (Pablo VI).

«Con sus heridas fuisteis curados» (1Pe 2, 24), dice el apóstol Pedro, en relación a Cristo. En esas heridas hemos de ver, ante todo, las de la crucifixión en las manos -o en las muñecas- y en los pies de Jesús: «Los soldados, cuando crucificaron a Jesús…» (Jn 19, 23), y la causada por la lanza del soldado: «Al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado» (Jn 19, 33-34). Son las heridas que el apóstol Tomás exigió ver y tocar para poder creer: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto en la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20, 25). Son las que Jesús puso ante Tomás para que pudiera llegar a creer: «Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente”» (Jn 20, 27).
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El padre Gerardo Di Flumeri, en el folleto “HOMENAJE A PADRE PIO”, divide la estigmatización del sacerdote capuchino en dos períodos: uno de preparación, que duró desde septiembre de 1910 a septiembre de 1918, en el que los estigmas eran "invisibles" aunque no por eso menos dolorosos; y el segundo, desde el 20 de septiembre de 1918 al 23 de septiembre de 1968, en el que las llagas aparecían visibles, vivas y sangrantes, en sus manos, pies y costado.
A lo largo de esos 50 años, fueron muchos los médicos que, por encargo de los Superiores de la Orden capuchina o de las Autoridades de la Iglesia, examinaron detenidamente las llagas del Padre Pío. Todos certificaron el hecho de unas llagas que, en las manos y en los pies, tenían forma redonda, de unos 2 centímetros de diámetro, y en el costado, forma de cruz, cuya extremidad más larga iba desde la costilla 5ª a la 9ª y la transversal era la mitad en dimensión.
Los doctores más sensatos, como Romanelli y Festa, tuvieron que reconocer que, con sus conocimientos de la medicina, no veían posible una explicación científica convincente para estas llagas.
Los que, como Bignami, defendían que eran fruto de autolesiones o de estados psicológicos enfermizos, nos hicieron a muchos un gran favor. Por ejemplo, al padre Paulino de Casacalenda, que escribe: «En lo que a mi persona se refiere, estoy sumamente agradecido al doctor Bignami porque, sin sus exigencias, no hubiera podido yo ver nunca, tan a mi gusto, las llagas del Padre Pío». El doctor mandó que tres religiosos curaran y vendaran las llagas durante ocho días, sellándolas ante testigos seglares para evitar toda manipulación, y aseguraba que «habrían de desaparecer en quince días». A los encargados de hacerlo, entre ellos el padre Paulino, obligó el Superior provincial a cumplir estas normas en virtud del voto de obediencia y a manifestar el resultado bajo juramento de decir toda la verdad. En su escrito certificaron: «El estado de las llagas, durante los ocho días, ha permanecido idéntico, excepto el último día en el que tomaron color rojo vivo... todas las llagas han manado sangre; el último día más abundante».
Cuando, en junio de 1921, el Visitador enviado por el Vaticano, monseñor Rafael Carlos Rossi, le preguntó: «Qué efectos le producen estos “estigmas”», el Padre Pío respondió: «Dolor, siempre, de modo especial en algunos días, cuando sangran. El dolor es más o menos agudo: en algunos días no puedo resistirlo». Y, al dolor físico se unía otro más doloroso, como confesó a su Director espiritual, el padre Benedicto de San Marco in Lamis: «una confusión y una humillación indescriptible e insostenible». Tanto que, cuando el mencionado Rafael Carlos Rossi, después de haberle preguntado qué era para él el juramento y haberle pedido que respondiera «bajo la santidad de un especial juramento, estando de rodillas y con las manos sobre el Santo Evangelio», le preguntó: «¿Vuestra Paternidad jura sobre el Santo Evangelio no haber procurado, alimentado, cultivado, aumentado, conservado, directa o indirectamente, las señales que lleva en las manos, en los pies y en el pecho?», ésta fue la respuesta del Padre Pío: «Lo juro, por caridad, por caridad. Más bien si el Señor me librase de ellas, ¡cómo le estaría agradecido!».
La respuesta del Padre Pío a esta pregunta que le formuló el citado Visitador apostólico: «¿Vuestra Paternidad sabría explicarme cómo es que hay diferencia entre los signos que hay en sus manos y los de los pies, ya que éstos parecen cicatrizados?», pone fin a un interrogante que se hacían algunos:  «¿Cómo es posible que no coincidan una con otra la descripción de los estigmas del Padre Pío que hacen cada uno de los médicos que los examinaron?». El Capuchino respondió así a monseñor Rossi: «No se mantienen siempre del mismo modo; unas veces son más llamativos y otras lo son menos, sucede que a veces parece que van a desaparecer, pero no desaparecen, y después se renuevan, se reponen. Y esto me sucede con todos los estigmas, sin excluir el del pecho».
La medicina y la psicología no encontraron explicación científica a unas llagas que, durante cincuenta años, estuvieron en las manos, en los pies y en pecho del Padre Pío, sin cerrarse, sin infectarse y manando sangre fresca. Y tampoco supieron darla cuando, con la muerte del Santo, desaparecieron de su cuerpo sin dejar cicatriz alguna. Si las llagas del “crucificado del Gárgano” fueron para los médicos que las examinaron, como ya he indicado antes, un misterio inexplicable científicamente, para algunos periodistas fueron motivo para las hipótesis más absurdas y para muchos, mero objeto de curiosidad. En cambio millones de hombres y de mujeres de los cinco continentes descubrieron en ellas un signo de que el Padre Pío era un hombre de Dios e instrumento elegido por él para ofrecer la salvación a los hermanos.
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También, y de modo muy especial, porque tuvo las llagas del Crucificado en manos, pies y costado, podemos llamar al Padre Pío, como lo hacía fray Modestino, “fotocopia de Cristo”.
Elías Cabodevilla Garde

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