Un hombre de Dios al servicio de los hombres

Un hombre de Dios al servicio de los hombres

El Padre Pío de Pietrelcina, “fotocopia de Cristo” (1)


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«Celebraba la Misa humildemente» (Pablo VI)

Para Jesús, la institución de la Eucaristía fue la prueba de que, para cumplir la voluntad de Dios Padre, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La Eucaristía fue y es un pan que, transformado por las palabras de Jesús, repetidas después por los sacerdotes, fue y es «mi cuerpo que se entrega por vosotros» (Lc 22, 19). Fue y es un cáliz, lleno de un vino que, consagrado por Jesús, y a lo largo de los siglos por los sacerdotes, fue y es «la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 20). Por lo mismo, anticipo y renovación del sacrificio de Cristo en la cruz.

Quien pueda cumplir y cumpla el mandato de Jesús: «haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), se verá llamado a ser cuerpo entregado y sangre derramada por la salvación de sus hermanos.
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El Padre Pío deseó ardientemente ser sacerdote, sobre todo para renovar, en la santa Misa, el sacrificio de Cristo en la cruz. Recibió la ordenación sacerdotal el 10 de agosto de 1910 y murió el 23 de septiembre de 1968. Pudo, pues, celebrar la santa Misa durante algo más de 58 años.

La Misa del Padre Pío, desde las primeras que celebró en su pueblo natal, Pietrelcina, era muy larga. Su amigo y paisano, también sacerdote, don Orlando, escribe en su Diario: «Su Misa era tan larga que las gentes la evitaban; estando pendientes como estaban de los trabajos del campo, no podían permanecer durante tantas horas en la iglesia, en oración, como él». Don Alejandro Lingua, que asistió, un día cualquiera, en San Giovanni Rotondo, a la Misa del Padre Pío, escribe así: «Da principio la santa Misa que dura exactamente una hora y tres cuartos... ». En los años en que tuvo que celebrar en privado, pocas veces duraba menos de tres horas. Sólo cuando los superiores le sugirieron una celebración más breve, si los éxtasis u otros arrobamientos místicos no se lo impedían, el Padre Pío lograba terminarla en treinta o treinta y cinco minutos.
¿Por qué una Misa tan larga?; ¿acaso por exhibicionismo? Escuchemos a los mismos testigos de antes. Don Orlando escribe: «Su misa era un misterio incomprensible». Y don Alejandro Lingua: «¡Nunca he visto a un sacerdote celebrar con tanta devoción la santa Misa! Desde el primer momento en que hace la señal de la cruz, y en toda la celebración, se ve que está participando plenamente, con toda la emoción vital posible, en el misterio de la Pasión de Cristo».

Que la Misa del Padre Pío tenía un "algo especial", lo hace patente el hecho de que tantas personas, de todo el mundo, se agolparan cada día ante la iglesia de San Giovanni Rotondo y esperaran durante horas para participar, a las cinco de la mañana, en la Misa de este sacerdote capuchino. Y lo confirman estas palabras del Arzobispo de Milán, cardenal Montini, más tarde Pablo VI: «Si no encontráis lugar adecuado donde colocar al Padre Pío, traédmelo a Milán; estoy seguro de que su misa traería a mi diócesis más fruto que toda una gran misión».

Ese “algo especial” era, sí, consecuencia de los dones recibidos del Señor: las llagas del Crucificado en sus manos, pies y costado; padecer, al menos una vez por semana, la flagelación y la coronación de espinas de Jesús; sufrir, durante la Misa, en cuanto es posible a la criatura humana, todo lo que sufrió el Señor en su pasión y muerte; experimentar que, en ese tiempo de la celebración, ya no eran dos corazones, el de Jesús y el suyo, que latían al unísono, sino un solo corazón porque Jesús fusionaba con el suyo el del Padre Pío y el del Padre Pío se diluía en el de Jesús como una gota de agua en el mar; constatar el gran amor con el que la Virgen María le acompañaba al altar, como si no tuviera otra cosa en la que pensar sino en llenarle el corazón de santos afectos… Y era consecuencia también de las horas de oración con las que el Padre Pío se preparaba para la celebración de la Misa; de la invocación filial a la Inmaculada, ante su cuadro junto a la entrada a la sacristía, cuando bajaba a la iglesia para la celebración eucarística; de su silencio y recogimiento en la sacristía mientras se vestía los ornamentos sagrados; de sus convencimientos, que impulsaban todo lo anterior, de que «Todo lo que aconteció en el Calvario acontece en el altar», y que, «Cuando se celebra la Misa, todo el cielo dirige su mirada al altar», y que «El mundo podría existir sin el sol pero no sin la Misa»…

El Padre Pío, al celebrar la Misa, unía sus sufrimientos a los del Salvador y recogía los frutos de la redención para repartirlos luego a los hombres, sobre todo en el sacramento de la confesión. En otras palabras, vivía intensamente lo que escribió en el recordatorio de su primera Misa: «Jesús, mi anhelo y mi vida, hoy que, embargado por la emoción, te elevo en un misterio de amor, contigo yo sea para el mundo Camino, Verdad y Vida, y para ti sacerdote santo, víctima perfecta».

Además, el Padre Pío, que invitaba a los fieles a participar asiduamente en la santa Misa, enseñó con claridad el modo de hacerlo: «Como la oyeron en el Calvario la Santísima Virgen y las piadosas mujeres; del mismo modo, a ser posible, que el apóstol san Juan».
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Al Padre Pío, porque, al celebrar la Misa humildemente, se identificaba con Cristo en el Calvario y buscaba transformarse, a ejemplo de Jesús, en cuerpo entregado y en sangre derramada por la salvación de sus hermanos, le podemos llamar, como lo hacía fray Modestino, “fotocopia de Cristo”.

Elías Cabodevilla Garde

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